Hubo
una vez una joven muy bella que no tenía padres, la criaba su
madrastra, que tenia dos hijas. La hijastra era quien hacia los trabajos
más duros de la casa y como sus vestidos estaban siempre manchados de
cenizas, la llamaban Cenicienta. Y mientras Cenicienta fregaba y
fregaba, su cruel madrastra y sus malvadas hermanastras, iban a la
fiesta del príncipe. Cenicienta lloro y lloro, sabiendo que su sueño de
ser una princesa, nunca se concretaría; lo que no sabía, era que se
equivocaba. Y así fue que con la ayuda de su hada madrina, Cenicienta
partió feliz hacia la fiesta. En el palacio las doncellas se peleaban
por bailar con el príncipe, hasta que de pronto, el príncipe y todos los
invitados quedaron maravillados por la belleza de Cenicienta. Así fue
como Cenicienta, a pesar de sufrir tantas humillaciones, de no entender
porque sus hermanastras se habían ensañado así con ella y a pesar de
sentirse muchas veces sola, Cenicienta siempre podía contar con la ayuda
de su hada madrina, porque las hadas madrinas siempre ayudan a la gente
de buen corazón, y Cenicienta lo era. Por eso pudo perdonar a sus
hermanastras, y en lugar de odiarlas, les enseño el camino a la
felicidad. Un camino al que únicamente se llega si nunca pero nunca
abandonamos nuestros sueños.
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